Una punzada de hielo le perforaba el cerebro cada vez que escuchaba aquella voz estridente. Cansada de oír sandeces y ante tamaña injusticia, prefirió contorsionarse sobre sí misma hasta convertirse en un erizo de interminables púas negras. Y comenzó a rodar.
Primero de forma incontrolada, avasallando calles, estrellándose contra muros y atropellando a viandantes. Cual tropel de caballos desbocado, desfogaba así su ira irrefrenable. Sus púas se oscurecían y endurecían cada vez más. El dolor ajeno ya le era indiferente mientras continuaba rodando sin control.
Necesitó incontables años para aminorar su paso, dejándose caer suavemente por abruptas montañas, grandes desniveles y escarpados riscos. Aun así la mujer de forma erizada seguía rodando sin cesar.
Aquel descontrolado viaje sin retorno le impedía recuperar su forma humana. Las púas de su contorsionado cuerpo se habían endurecido hasta convertirse en lanzas de hierro y sal. Espadas de dimensiones interminables que perforaban irreversiblemente cuanto encontraban a su paso. Hiriendo sin pudor y dañando sin descanso. Al igual que aquella voz estridente de la que la mujer erizo huyó aquel día. Para hoy continuar rodando.
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